Hemos repasado en numerosas ocasiones la relación de poder y arquitectura, y la capacidad de representación de esta última; permite una ostentación que no tiene parangón con otras artes, y no se peca aquí de soberbia, sino que se atiende a un hecho muy claro: la construcción tiene un precio caro, no solo material, de presupuesto, sino humano, muertos en obras, y medioambiental. A diferencia de otras artes como la escultura o la pintura, donde constantemente se busca “provocar”, “incitar” o “seducir”, la arquitectura suele ser menos sutil, plantando en el patio del vecino -quiera o no- 40.000 toneladas de hormigón, acero y vidrio, dejando en ocasiones las arcas públicas vacías.
Todo esos gastos e impedimentos se supeditan a un bien que, según el gerifalte de turno, se entiende mayor. De esto tenemos ejemplos históricos de todos los colores y sabores; entre los siglos XII y XIII, en plena bronca entre los seguidores del Papado y el Sacro Imperio Germánico, los nobles de la ciudad italiana de Bolonia se dedicaron a erigir torres en plena ciudad, llegando a construir un número aproximado a 100. Tal era la boutade que se planteó, que ni siquiera hoy se tiene por seguro si las torres tenían objetivo militar -fuera defensivo u ofensivo-, o simplemente era un asunto de impresionar al vecino con quién la tenía más larga. Aunque los italianos tardarían otros 300 años en inventar el capitalismo en Venecia, esta primera aproximación a lo que sería una duradera relación de arquitectura y poder ya vaticinaba algo del asunto.
Aunque los rascacielos son los grandes acusados de esta relación perversa de poder y arquitectura, en ocasiones la altura no lo es todo, y prima más la longitud que el edificio adquiera. Eso lo sabía Albert Speer, el arquitecto de cabecera de los Nazis, cuando planteó los planos del gigantesco Palacio de la Cancillería del Tercer Reich. En ese caso, la estrategia pasaba por coger el estilo neoclásico alemán -inspirado en los descubrimientos de arqueólogos alemanes de las ruinas de la Grecia Clásica-, y escalarlo por dos, por tres, por cinco; de ese modo, los mandatarios extranjeros que se aventuraban al Palacio debían de recorrer largos y altos pasillos hasta llegar a su destino, llegando a pasar puertas que medían ¡diecisiete metros! Ese paroxismo lo retrató con maestría Charles Chaplin -quien debió de pensar que el guion se lo estaban haciendo otros- cuando parodió la visita de Benzino Napaloni (el sosias cinematográfico de Mussolini) al personaje que era la parodia de Hitler, dejando en evidencia los trucos psicológicos buscados.
Stalin se sumó al carro de los totalitarismos arquitectónicos cuando dio luz verde al Palacio de los Soviets, un edificio con 415 metros y una estatua de Lenin de 100 metros en la punta. A Stalin le molestaba de sobremanera el perfil bajo de las ciudades soviéticas, si se las comparaba con las nuevas urbes capitalistas como Nueva York o Chicago. El Palacio fue el objetivo de una amarga discusión arquitectónica, que capitaneó el propio Le Corbusier, mandando una misiva al mismo Stalin en la que le recordaba que este tipo de arquitectura -suponemos que es aquella que no era comisionada al propio Le Corbusier- traicionaba el espíritu de la Revolución.
Lo cierto es que, para el diseño del Palacio de los Soviets, proyecto del arquitecto Boris Iofán, se tomó prestado de aquí y allá, consiguiendo un estilo propio soviético que se denominó “Gran Estilo”, haciendo clara competencia con el estilo neogótico de la Escuela de Chicago. Aunque la construcción del Palacio fue detenida por el inicio de la II. Guerra Mundial, a partir de la victoria contra el Eje, Stalin promovió la construcción de siete rascacielos con este estilo, denominados “Las Siete Hermanas”, como respuesta soviética a los rascacielos de Daniel Burham y Louis Sullivan.
Ambos ejemplos, el Nazi y el Soviético, tenían como denominador común la aberración que sus dos promotores, Hitler y Stalin, sentían hacia representaciones más abstractas de la arquitectura, la Bauhaus en el caso alemán, y el constructivismo en el caso soviético. Y es que ambos habían decidido asaltar el armario de la historia para dotarse de una supuesta legitimidad, ya sea con réplicas de la arquitectura griega clásica, la Roma imperial, o con el gótico ruso.
Esos dos ejemplos representan los últimos grandes vestigios de la arquitectura al servicio del poder ideológico; con la Posguerra, se abre un periodo en el cual las arquitecturas “mega” no son sino elementos al servicio de un mercado que debe de librarse de un exceso de capital.
Autor: Ibai Gandiaga Pérez de Albéniz
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