En el contexto del estado español, y en especial en el caso de la CAPV, durante las dos últimas décadas se han distinguido por un viraje hacia la participación en el ámbito de las políticas públicas, en procesos de gobernanza más o menos abiertos, haciendo partícipe a la ciudadanía en las políticas públicas. Frente a una tradición de decisiones verticales (toma de decisiones top-down), el concepto de gobernanza compartida se ha instaurado en la sociedad, y la deliberación ha querido sustituir al conocimiento experto en ciertos ámbitos, o al menos esto ha sido el esfuerzo aparente (Bruguè-Torruella, 2014, p. 41).
En cierto modo, la genealogía de esa introducción de los sujetos de estudio viene apoyada por un viraje en la investigación social. Tal y como afirma Manuel Delgado, el análisis de los entornos urbanos deben de basarse en la comprensión de la sociedad a través de la comunicación, evitando el “masivo y acumulativo desperdicio de saber, confirmando ese defecto irónico en que el trabajo científico suele incurrir y que consiste en preferir lo inteligible a lo real” (Delgado, 2007, 94).
De la ciudad de la burguesía liberal al urbanismo neoliberal
Si damos por buena la idea de que en las ciudades de la Edad Media se configuraron mediante un laissez faire que había dado lugar a ciudades espontáneas, se llega a la conclusión que cuando nace el hecho urbano, durante el siglo XIX, se pasa de un organismo biótico a un mecanismo inorgánico. Por lo tanto, existe un sujeto activo de la creación, y su análisis comienza a ser absolutamente necesario. “Al lado de la ciudad industrial se levanta orgullosa la ciudad de la burguesía liberal” (Chueca Goitia, 1968). Para entender la construcción del sujeto urbano, por lo tanto, tenemos que hablar de la burguesía liberal, que utilizó eficazmente en su propio beneficio la construcción de ciudades, y puso en el centro del control de las relaciones de poder el urbanismo.
Sin los paseantes de las calles del París de finales del siglo XIX que Gustave Caillebotte reflejaba en sus cuadros, no existiría la ciudad moderna. Es en esa modernidad que el sujeto individual, como sujeto urbano, nace y comienza a cobrar fuerza. El cuadro “Rue de Paris, temps de pluie”, pintado tan solo seis años después de los acontecimientos de la Comuna de París, sugiere a la perfección esa relación de los nuevos individuos urbanos, y su relación con ese nuevo ecosistema que empezaba a surgir.
Junto con este sujeto urbano nace la ciudad de la burguesía liberal, con todos los paradigmas que ya Cerdà habría registrado en su “Teoría general de la urbanización”: trazos geométricos, espacios abiertos (para la época), infraestructuras urbanas (la iluminación como generador de espacio de ciudad), irrupción del automóvil y la pavimentación generalizada al servicio de éste. Sin embargo, aunque el trabajo de Cerdà, ingeniero de formación, podría parecer como un acto ingenieril, presa de funcionalismo extremo, este adopta una postura indiscutible a favor de la relación entre la “urbe” y “el vecindario que contiene” y enuncia un claro principio de redistribución del capital urbano, estableciendo que el fin último de la nueva ciencia urbanística debe de ser el averiguar si existen “justas correspondencia, equidad y armonía, o bien inocuas preponderancia, desequilibrio y descontento” (Cerdà, 1867, p.67).
Casi siguiendo un hilo temporal, desde finales del siglo XIX, pasando por las luchas vecinales de los años 70, y la nueva cultura democrática urbana planteada después de la caída de la URSS, llegamos al punto donde la ciudad recibe y adapta, de pleno, la oleada neoliberal de finales de siglo XX.
En ese caso, tendríamos que estar hablando de la ciudad de los promotores, aquella que decide “arrinconar los planes generales y las normas urbanísticas para lanzarse en brazos de los inversores privados” (García Vázquez, 2004, p.15). Aquí lo que impera es una lógica de relación de “competidor” entre el hecho urbano y su sujeto, en la que el sistema busca un equilibrio, pero siempre a través de la lógica de la competición oligárquica.
Tras el estancamiento de los años 70, en lo que se planteaba que las condiciones mediante las cuales el urbanismo podía incidir en el urbanismo habían cambiado (Secchi, 1984), las herramientas de diseño urbanístico se vaciaron de contenido, fuera como estaban del paradigma para el que fueron diseñadas, esto es, la reconstrucción de Europa tras las II. Guerra Mundial. Ante eso, el urbanismo no supo responder a los ciclos cortos de expansión, como el que se vivió en la década de los 1980, y 25 años más tarde, en 2005. Ese momento fue denominado por Peter Hall como “la ciudad de los promotores”, y tuvo su punto álgido en el plan de Canary Whaf, en Londres, donde fueron los réditos económicos necesarios por los promotores lo que fijaron densidades, alturas y ocupaciones urbanas. Fue la expresión urbanística de las políticas neoliberales de Margaret Thatcher, que lo dejó bien claro en el discurso inaugural de las obras: “The art of politics is the art of making the impossible happen”.
La Gran Recesión, o la democratización de la práctica arquitectónica
Con la gran caída del sector de la construcción con la Gran Recesión de 2009, ya demostrada como cíclica y dependiente de procesos de acumulación de capital (Harvey, 2021), arquitectura, se produce una proliferación de proyectos de urbanismo y arquitectura que, al albur de la nueva situación de crisis internacional, catalizada por las hipotecas sub-prime, debieron asumir un cambio de paradigma, sin duda motivados por la precarización lacerante de un sector al que los poderes habían decidido liberalizar al máximo para que la construcción de la “Revolución silenciosa” neoliberal del segundo mandato Aznar (2000-2004). Estos proyectos, en precario, debieron de plantearse cambiar el papel de la arquitectura de “dirección” o liderazgo a “mediación”. En ese momento comienzan a entrar en el debate arquitectónico términos como “colectivo”, “laboratorio”, “procomún”, “código abierto”, “co-creación” … si en la década de los 90 la filosofía había salpicado el debate arquitectónico, durante los 2000 sería la sociología la que hiciera lo propio (Lacol, 2018).
Esos procesos, circunscritos a la arquitectura y en general el espacio urbano de escala barrial, tuvo su respuesta en el planeamiento urbanístico. El planeamiento participativo entraba en juego (Healey, 1999), no solo desde movimiento periféricos e disruptivos como estonoesunsolar, campo de cebada, recetas urbanas etc., sino como una política derivada de la Comisión Europea dentro de los programas Urban I y II. (de Gregorio, 2015)
Sin duda, todo esto bebía de las fuentes establecidas por prácticas participativas, como los presupuestos participativos que nos encontramos en Porto Alegre en 1989. A partir de ahí, y de su sancionamiento por parte del Banco Mundial como una “buena práctica”, ese nuevo modo de gobernar fue permeando en otros sustratos. Así pues, existieron ejemplos, muy relacionados con las políticas públicas que afectan a la aplicación del urbanismo, que empoderaron a la ciudadanía y que tuvieron su réplica paulatina, como los presupuestos participativos o las Agendas Locales 21 o planes de igualdad.
Sin embargo, parece evidente que no hay una correlación entre acceso al poder y proliferación de procesos participativos, y eso alberga un problema para la propia democracia participativa. Según Hill Collins,
“Asumir la perspectiva de las élites que disfrutan de mucho más acceso y control sobre el estado puede, sin saberlo, reformular la democracia participativa como un problema técnico que debe resolver el estado en lugar de un proyecto político que apunta a empoderar a los grupos subordinados” (Hill Collins, 2017, p. 35).
De modo similar, la Gran Recesión generó, en el contexto del estado español, un pesimismo y preocupación sobre el funcionamiento de la democracia representativa Este análisis ha tenido su traslado a la Comunidad Autónoma Vasca, y se evidencia que existe la creencia de que hay un debilitamiento del proyecto democrático (Subirats, 2006)., esgrimiéndose la necesidad de repensar la política desde posturas periféricas (de Sousa Santos, 2005), buscando alianzas entre sujetos políticos tradicionalmente marginales (como movimiento feminista, ecologista…). Estas transformaciones se han dado durante las dos últimas décadas, y han dado como resultado una nueva praxis, en la que no se concibe la eliminación de la población de los elementos de decisión, aunque éstos no prueben ser eficaces (Esteban, 2020).
Existe también una creencia de que los movimientos que rodean al hecho urbano -políticos, económicos, financieros- trascienden la escala local, y se plantean movimientos escalares que juegan en detrimento de la democracia. El geógrafo David Harvey identifica la privatización de la gobernabilidad de la ciudad como un elemento atractor de inversión: al generar espacios de oportunidad, basados en elementos de distinción urbana (por ejemplo, eventos urbanos, hitos arquitectónicos, identificaciones de marca (Harvey, 2013, p. 156), se generan “oportunidades”, aprovechadas por los flujos de capital. Esto hace que se merme la capacidad de control y participación pública (Ibíd. 1989).
El desarrollo urbanístico en el estado español
Sin pretender caer en un análisis exhaustivo, se entiende que es necesario realizar unos breves apuntes sobre el desarrollo del urbanismo en el siglo XX y XXI, en tanto en cuanto se ha convertido en la herramienta que, junto con las tasas e impuestos, mayor capacidad de influencia sobre la propiedad privada esgrime para el poder público y, sobre todo, para las Administraciones locales. Y es que, tal y como afirman Muñoz Machada y López Benítez:
Cuando la propiedad privada queda convertida, a principios del siglo XIX, en el centro del sistema económico (los procesos de vinculación y desamortización de los primeros años del siglo permiten el desarrollo de un derecho de propiedad (…). La función de la Administración Pública, en relación con el suelo, se limita fundamentalmente a la programación y desarrollo de las grandes obras públicas, que en la primera mitad del siglo son fundamentalmente las de caminos, carreteras y ferrocarriles. (Machado & Benítez, 2009, p. 32)
En el complicado entramado de competencias y jerarquía de leyes, el pináculo se encuentra ocupado por la Ley de suelo estatal (Real Decreto Legislativo 7/2015, de 30 de octubre, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley de Suelo y Rehabilitación Urbana, en adelante TRLS 2015). La historia del moderno estado español se puede trazar mediante las sucesivas leyes del suelo, desde la configuración del moderno estado liberal a finales del siglo XIX con la Leyes de Ensanches de 1864 y 1876, que dotaban a la Administración de herramientas -expropiaciones- para conseguir que la ciudad crezca en los ensanches fuera de los muros medievales, pasando por la Ley del Suelo y Ordenación urbana de 1956, diseñada por el franquismo para “mover” los suelos y las promociones mediante las plusvalías urbanísticas, hasta las sucesivas leyes de suelo de los gobiernos socialistas (1990 y 2007) y populares (1997).
En cualquier caso, ya el afán de la Falange española por copar los puestos de control del Ministerio de la Vivienda durante el franquismo (López Díaz, 2003) daban buena cuenta de la capacidad de las normas urbanísticas y territoriales para influir en la noción de moralidad de la sociedad. Es conocido el afán del gobierno franquista por dinamizar la economía en parte con los incentivos fiscales a los grandes tenedores de suelo. Para ello, los ideólogos de la nueva sociedad española, con el arquitecto e ideólogo falangista José Luis de Arrese al frente, plantearon un modo, que a la postre se demostró eficaz, para conseguir la paz social, el conocido tránsito de una España de “proletarios” a “propietarios”. Con un estado prácticamente en ruina, solo las manos privadas podrían dar acomodo a la construcción de viviendas necesarias. Según narran Naredo y Montiel, se trató de despertar el interés de los promotores privados a través del reparto de lo público, es decir, de las plusvalías de las operaciones urbanísticas:
“Para animar este juego la nueva política sacrificó el anterior predominio del alquiler, para mostrar clara preferencia por la vivienda en propiedad, que se presentaba además como una interesante vacuna contra la inestabilidad social. Se trataba de hacer “gente de orden” y asegurar el conformismo de la población facilitando su acceso a la propiedad de la vivienda y atándola con responsabilidades de pago importantes. Se estableció, así, un marco que posibilitó las plusvalías derivadas de la recalificación (y/o reclasificación) de suelos para interesar a las empresas y los municipios en la construcción de viviendas para venta.” (Naredo & Márquez, 2011, p. 32).
De este modo, el urbanismo correspondía con un cruce caminos vital para un estado autárquico; las viviendas obreras se desarrollaron al albur de la necesidad de la industria para obtener fuerza de trabajo barata; del mismo modo, se consuma la división sexual del trabajo, y la especialización de los espacios domésticos para la mujer, como nunca antes, dejándola maniatada en la vivienda. Por último, los pingües beneficios obtenidos por la creación de polígonos residenciales, y la nueva configuración de la ciudad, supeditada a las infraestructuras viarias y energéticas -con la sublimación en los pantanos franquistas-, crearían la instancia patria del nivel global de poder, del modo en el que lo entendía Lefebvre en su texto de 1970, La Revolución Urbana:
“En ese nivel global se ejerce el poder; el Estado, como voluntad y representación. Como voluntad: el poder de Estado y los hombres que ostentan este poder tienen una estrategia o estrategias políticas. Como representación: los hombres de Estado tienen una concepción política del espacio, justificada ideológicamente (o una falta de concepción que deja el campo libre a aquellos que proponen sus imágenes particulares del tiempo y el espacio)” (Lefevbre, 1970, p. 137).
El urbanismo, que hunde sus raíces disciplinares en la idea de la ciudad liberal y burguesa, se convierte así en un mecanismo de control social, económico y moral.
¿Campo de batalla o de juego?: Urbanismo y participación
Existe una sensación de que los procesos participativos no empoderan a la ciudadanía, y sirven como coartadas o “blanqueos” de las élites, (Subirats, 2006) que ya cuentan, desde el inicio, con un “output” o salida de la política planteada previamente decidida.
La yesca, es decir, ese material muy seco que, apenas lo roza una chispa, comienza a arder, la podemos encontrar sin duda en el papel del urbanismo en el entramado económico de las democracias liberales (Harvey, 2013), y en especial en el estado español. Del mismo modo que otras políticas públicas, el planeamiento ha debido abrir el tamiz para dejar entrar en el juego a un espectro mayor de agentes, y ya es imposible concebir, en una ciudad posindustrial, un desarrollo de una política pública que no tenga un fuerte escrutinio social. Si hasta la fecha los Planes generales de ordenación urbanos, buques insignia de la disciplina urbanística en la Europa occidental, eran cotos de caza privados de arquitectos, políticos y agentes económicos, son ya 20 años que en la CAPV la participación ciudadana está incorporada, más allá de la mera información y exposición pública. La participación es un hecho afianzado dentro de la disciplina, y es momento de preguntar sobre su eficiencia, alcance y fin último.
Y, pese a todo, la sensación de “blanqueo” en el ámbito del urbanismo, actividad que recibe muchas presiones, internas y externas, es especialmente acuciante; las respuestas a los llamamientos a la participación cuentan con una respuesta pobre, y solo se muestran útiles en el contexto de un contencioso vecinal o político. Es necesario el concurso de un elemento irruptivo -una protesta, un agravio, una polémica- para que la ciudadanía aparezca a una sesión participativa motu proprio.
Paradójicamente y tal y como se ha comentado, la vasca es una comunidad que cuenta, desde 2006, con una Ley de suelo que garantiza que existan mecanismos participativos, más allá de la mera acción pública, como garante de una democracia aplicada al urbanismo y ordenación del territorio. Aunque, tal y como se analiza en este mismo texto, la legislación dice poco, o nada, sobre qué es un proceso participativo, hoy en día no es difícil encontrarse con procesos participativos en la formulación o revisión de Planes territoriales, Planes generales, o incluso ámbitos más pormenorizados como Planes especiales o Planes parciales.
El respaldo a la idea de la participación ciudadana por parte de la legislación queda patente en 2020, cuando Gobierno Vasco aprueba un decreto (D 46/2020) que ratifica y amplía la obligación de participación pública más allá de los trámites habituales del procedimiento administrativo común (es decir, distinguiendo entre participación e información pública, distinción esta que tradicionalmente no existía, y que se expone en el art.2.c D 46/2020). Y, de nuevo, aunque las dudas sobre su legitimidad, efectividad y nivel de compromiso son evidentes, el hecho de no reconocer que la participación es un elemento que ya se da por indispensable -pese a que no se obvia la necesidad de mejorar, definir, regular, avanzar en el proceso deliberativo- sería un error. La participación está en el urbanismo para quedarse, por lo que es necesario preguntarse para qué la usamos, hasta dónde la usamos, y por qué.
Para responder a estas preguntas, y pese a los años que nos separan de la aprobación de la ley 2/2006, empezamos a tener experiencias suficientes para obtener conclusiones. Los tiempos del urbanismo son largos, semejantes a los de la Administración, por lo que la primera remesa de Planes generales que contaron con procesos participativos con unos mínimos medios técnicos se encuentran ya en fase de Aprobación inicial o definitiva, o incluso se están poniendo en práctica. Es por ello que ya se puede comprobar la adecuación de las fases iniciales de la participación (habitualmente desarrolladas con mayor intensidad en fase de Diagnóstico, o Avance de planeamiento), y comprobar las disonancias existentes.
Calle de París, tiempo lluvioso es un óleo sobre lienzo del pintor francés Gustave Caillebotte (1848-1894), realizado en 1877.
En la imagen, la PM Margaret Thatcher con el promotor principal de Canary Wharf, Paul Reichmann, en 1988. Foto: Press Association Archive.
-Bruguè-Torruella, Q. (2014). Políticas públicas: Entre la deliberación y el ejercicio de autoridad. Cuadernos de Gobierno y Administración Pública, 1(1), 37–55.
-Cerdà, I. (1867). Teoría general de la urbanización. Tomo II: La urbanización tratada como un hecho concreto. Madrid: Imprenta española.
-Chueca Goitia, F. (1968). Breve historia del urbanismo. Salamanca: Alianza Editorial.
-Delgado, M. (2007). La Ciudad Mentirosa: Fraude y miseria del modelo Barcelona. Libros de la Catarata.
-García Vázquez, C. (2004). Ciudad hojaldre. Visiones urbanas del siglo XXI. Barcelona, España: Gustavo Gili.
-Harvey, D. (1989). From managerialism to entrepreneurialism: The transformation in urban governance in late capitalism. Geografiska Annaler: Series B, Human Geography, 71(1), 3–17. https://doi.org/10.1080/04353684.1989.11879583
-Harvey, D. (2013). Ciudades rebeldes: Del derecho de la ciudad a la revolución urbana. Ediciones Akal, S.A.
-Hill Collins, P. (2017). The difference that power makes: Intersectionality and participatory democracy. Investigaciones Feministas, 8(1), 19–39. https://doi.org/10.5209/infe.54888
-Lacol. (2018). Construir en colectivo: Participación en arquitectura y urbanismo.
-Lefebvre, H. (1970). La revolución urbana. Alianza Editorial.
-López Díaz, J. (2003). Vivienda social y Falange: Ideario y construcciones en la década de los 40. Scripta Nova. Revista Electrónica de Geografía y Ciencias Sociales., VII (146 (024)).
-Naredo, J. M., & Márquez, A. M. (2011). El modelo inmobiliario español y su culminación en el caso valenciano (Icaria).
-Secchi, B (1984) “Las condiciones han cambiado”, en rev. Casabella 498-499 1984, pp. 8-13
-Subirats, J. (2006). Democracia, participación y transformación social. In Poder local y participación democrática. Editorial El Viejo Topo.
-Subirats, J., & Blanco, I. (2009). Calidad democrática y redes de gobernanza: Evaluar la participación desde el análisis de políticas públicas. In Participación y calidad democrática: evaluando las nuevas formas de democracia participativa (pp. 367–398). Grupo Planeta (GBS).
-Subirats, J., Parés, M., & Blanco, I. (2009). Calidad democrática y redes de gobernanza. Evaluar la participación desde el análisis de las políticas públicas. In Participación y calidad democrática: evaluando las nuevas formas de democracia participativa (pp. 367–418). Ariel . https://dialnet.unirioja.es/servlet/libro?codigo=396463
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